Nuestra percepción del tiempo no ha nacido con nosotros. Hemos aprendido a percibirlo, y hemos padecido sus paradojas. El tiempo científico, -el medido por nuestros aparatos de precisión-, se nos escurre con rapidez de las manos, como la arena fina de un reloj antiguo… O se alarga y deforma para hacernos evocar la realidad de la física teórica, tan difícil de evocar con nuestros sentidos.
La duración es propia de cada uno; los instantes pueden ser eternos, y los grandes intervalos deshacerse ante nosotros con la inconsistencia de lo banal.
Un filósofo contemporáneo de Albert Einstein, el francés Henri Bergson, nos explica la diferencia entre el tiempo administrativo y científico, el «tiempo objetivo», y otro tiempo más personal, el que percibimos en la infancia, en los momentos de trabajo fluido y en los de tedio, en las dichas cotidianas y en la soledad más acusadora.
Tiempo científico y duración. Nuestra manera de percibir el paso del tiempo no solo cambia con el contexto, el estado de ánimo, el interés en la tarea que nos ocupa, la presencia o no de amigos y seres queridos, etc. El tiempo contemporáneo se ha fragmentado y ha perdido su velo de misterio, explica el filósofo Byung-Chul Han en El aroma del tiempo: Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse 1.
En el pasado, el tiempo mítico y el tiempo racional de la Ilustración (el de la dialéctica de Hegel y Marx, el «tiempo histórico»), habían otorgado a las personas de la época un contexto en el que desenvolverse. El mundo tenía sentido y el tiempo se comportaba de acuerdo con los mitos… O más tarde, con la supuesta precisión cronométrica del metrónomo de la historia, un relato lineal que seguía el devenir de los engranajes que explicaban los acontecimientos.
El viejo tiempo tenía ropaje, un ritmo, una regularidad, respondía a los patrones que nos permiten convertir las escalas de notas sueltas (o el repiqueteo percutor del agua de lluvia, el del tambor ritual primitivo, etc.) en melodías. La música se explicaba en el tiempo.
En el mundo contemporáneo, argumenta Byung-Chul Han, constatamos la fragmentación del tiempo y de la experiencia, y esta asincronía explica la evolución del arte desde inicios del siglo XX; la literatura fragmentaria, desde La tierra baldía de T.S. Eliot a la cacofonía actual, son la constatación de la pérdida de un sentido compartido por la sociedad. La sensación de que percibimos el devenir de las cosas de manera similar, de que la evolución desde el tiempo mítico al histórico es una prueba más del «arco del progreso».
Debido a la incapacidad de contemplar un tránsito de las cosas con un sentido intuido superior, la «vita contemplativa» cede todo su terreno a una «vita activa» (o, más bien, a una vida hiperactiva). El movimiento, la kinesis sin fondo, la vida a contratiempo, la sensación de que nada puede realizarse «a tiempo», de que la existencia no puede conservar el viejo sentido y se convierte, en cambio, en un vacío entre intentos de afirmación (o, más bien, entre atracones nihilistas).
La experiencia y el conocimiento dependen de una percepción sólida y no fragmentaria del tiempo que, Octavio Paz define del siguiente modo:
«Hubo un tiempo en que el tiempo no era sucesión y tránsito, sino
manar continuo de un presente fijo, en el que estaban contenidos
todos los tiempos, el pasado y el futuro (…). El tiempo cronométrico
es una sucesión homogénea y vacía de toda particularidad (…) sólo
transcurre. El tiempo mítico, al contrario, no es sucesión
homogénea, de cantidades iguales; (…) es largo como la eternidad o
breve como un soplo (…). El tiempo del Mito, como el de la fiesta
religiosa o los cuentos infantiles, no tiene fechas» 2.
El tiempo mítico se basa en la tradición y la vieja heroicidad, y el tiempo histórico rompe con el anterior y trata de aportar la justa medida de los eventos que marcan el devenir. El tiempo mítico es un no-tiempo o un tiempo “fuera del tiempo”, tal y como Elena Garro lo configura a través de numerosos elementos en los Recuerdos del porvenir. La voz narrativa que Garro adjudica a Ixtepec como ser o ente intemporal, se manifiesta explícitamente desde un presente infinito, una memoria ilimitada: «I.. ./Ia memoria contiene todos los tiempos y su orden es imprevisible» 3.
Sin embargo, el nuevo tiempo atomizado, deshilachado, a veces acelerado y otras inerte, ofrece la impresión de haberse desintegrado.
Y, cuando se desintegra, el tiempo pierde su «solidez», su perfume, un sentido misterioso y encantado que nos anima a urdir un relato en torno a nuestra percepción de las cosas. Byung-Chul Han considera que el tiempo desintegrado carece de tensión dialéctica, y hace que el presente pierda sus puntos de referencia con respecto a la lejanía, tanto del pasado (los recuerdos evocados) como del porvenir (lo que acontecerá más allá de lo inmediato).
Si el tiempo se convierte en un presente corto y ajeno a referencias con el pasado y el futuro, la duración deja de estar «articulada», «orientada». Dejamos de disfrutar de un significado profundo de las cosas (Proust, en definitiva, estaría condenado a no reconocer nada en su magdalena) y aumentan dos fenómenos muy contemporáneos: la angustia y la ansiedad.
Incapaces de evocar el pasado ni de imaginar el futuro con respecto a un presente rico y con un significado profundo, en el mundo contemporáneo corremos el riesgo de pasar de puntillas por la vida, de existir en una sucesión de eventos percibidos y sentidos a contratiempo. Algo así como si el presente hubiera agotado las posibilidades de tener un sentido y nos abriera a un baile perpetuo entre posibilidades que no acabamos de apreciar ni asumir.
En este tiempo «sin perfume», el individuo contemporáneo se apresuraría desde un presente al otro, acumulando instantes poco apreciados.
La paradoja de la sociedad consiste en la inquietud de una intencionalidad hacia «objetivos»: creemos tener una meta y, para llegar a ese punto, sacrificamos cualquier posibilidad de aprendizaje y contemplación del presente anclado en un misterio o tradición que ofrezca riqueza, relato, «perfume».
Al cerrarse el tiempo, la memoria se congela: el recuerdo del porvenir es, en palabras de Monique Lemaitre, «la petrificación eterna de la memoria»4. Un llamado a revertir la historia, para recordar otros futuros.
Tiempo mítico, tiempo histórico y tiempo discontinuo contemporáneo. La analogía musical nos evocaría, en el tiempo mítico, un viejo canto repetitivo junto al fuego, acompañado de percusiones y melodías de voz superpuestas con altibajos predecibles; en el tiempo histórico, las melodías de Bach se expandirían en el tiempo lineal como una bella fórmula matemática; en la cacofonía contemporánea, obtendríamos el tiempo deconstruido de una de las series de Steve Reich, Philip Glass u Orbital.
La era de la información no es un perfeccionamiento de la percepción histórica del tiempo, argumenta Byung-Chul Han, sino un nuevo paradigma dominado por el tiempo discontinuo, un presente en el que nada misterioso o sugestivo sucede, donde la sensación de los sentidos, del pasado y el futuro profundos, se sustituyen por la saturación de lo superficial. El nuevo tiempo es con respecto al pasado lo que el porno «all you can eat» de Internet es al erotismo.
Una velocidad y cantidad demasiado elevadas diluyen el sentido y convierten el relato con significado en una serie inconexa de impresiones. En el exceso de información, el ruido se impone y la «órbita narrativa» tradicional es tan débil que, en un símil físico, los objetos e ideas flotan a nuestro alrededor, desprovistos de una fuerza gravitacional semántica suficientemente consistente.
Somos nómadas esclavizados por los objetivos (casi siempre, sueños materiales), y deambulamos por el mundo sin posibilidad de disfrutar del paseo. Nómadas desarraigados más próximos a los personajes de William Gibson o Michel Houellebecq, que a quienes habían reconocido que la riqueza de la experiencia se encuentra en apreciar el trayecto, aprender a demorarse y no obsesionarse con el viaje punto a punto.
Para el paseante desinteresado por el cálculo obsesivo de los objetivos, el flâneur. La libertad surge de la capacidad para establecer y evocar lazos con el pasado, el porvenir, las personas y los objetos que nos circundan.
¿Qué perdemos con la imposibilidad de demorarnos, de explorar nuestro propio camino, de convertir en experiencia nuestro tránsito cotidiano, del esfuerzo por recuperar el significado narrativo, el «perfume del tiempo»? Sin riqueza semántica ni percepción subjetiva del mundo, la «riqueza semántica» de nuestro tránsito por el mundo desaparece.
El misterio de la vida, el aprendizaje de la demora y el uso de la memoria evocadora (pasado profundo) y la imaginación (futuro remoto) se deshacen sin la poética del terrón de azúcar en el té donde Proust introducía su magdalena. Los recuerdos merecen ser evocados, los mundos posibles merecen ser evocados, del mismo modo que los libros que nos retan merecen ser leídos. Podemos demorarnos.
De este modo, la pérdida de significado del tiempo y del espacio (la ilusión de que todo el pasado y todas las respuestas están, así como todo el espacio, están en el teléfono inteligente) es reversible. La poética puede volver a brotar.
El tiempo puede recuperar su narrativa, sus sedimentos. Su perfume.
La aceleración y la instantaneidad de las experiencias son «bienes» que los servicios contemporáneos nos han hecho adorar, en detrimento de todo lo que puede otorgar un significado profundo a la existencia.
- Han, Byung-Chul. El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse. Barcelona : Trad. Cast. Paula Kuffer, 2015. ↩︎
- Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. Buenos Aires : Fondo de Cultura Económica, 1990: 188-190. ↩︎
- Garro, Elena. Los recuerdos del porvenir. México. : Joaquín Mortiz, 1965: p12. ↩︎
- El deseo de la muerte y la muerte del deseo en la obra de Elena Garra. Lemaitre, Monique. 148-149, s.l. : Revista Iberoamericana, 1989. ↩︎
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