Hay un número incalculable de escritores de relatos y cuentos. Y con seguridad, muchos de ellos, que han llegado a finalizar su primera, segunda, o tercera novela, vienen acopiando una colección interminable de manuscritos que jamás han sido publicados, aguardando la oportunidad para sacar de la clandestinidad sus obras, algunas de las cuales muestran los estragos amohosados sobre sus carillas. Sumado a éstos, también están aquellos avezados lectores devoradores de narrativas que, habiendo pasado la sutil frontera de los sesenta años, un día deciden largarse a escribir, y a pesar del encantamiento de su pluma al ofrecer su obra terminada, el «selecto ambiente literario», por su «edad avanzada», desaniman la edición con sentencia firme por su condición de «escritor tardío», -como si la calidad de su narrativa estuviera condicionada por sus canas a la vista-. Todos ellos enfrentan el más temible de los obstáculos, mayor aún, que el haber estado cientos de noches escribiendo: Conseguir un editor o vivir el claustrofóbico encierro de sus obras.
En esta búsqueda frenética, estos escritores anónimos envían por correo sus obras en formato A4 como quien reparte volantes publicitarios, con la esperanza de ganar un primer premio en las variadas convocatorias literarias, -alguna de ellas, de dudosa credibilidad en términos de imparcialidad- y si finalmente el manuscrito continúa su endiablada gira sin devolución, hay quienes recurren a su propio bolsillo para autopublicar su obra, para finalmente quedar con cien libros bien empaquetados a la espera de, o ser “regalados” o tal vez, con un poco más de suerte, conseguir que algún librero de esos que aman de verdad la literatura les hagan uno lugar a sus ejemplares en alguno de sus estantes.
Habiendo sido fallidas estas intentonas, con cierta resignación, otros toman la decisión de escribir con un vitalicio seudónimo, como quien oculta sus propias frustraciones, y ofrecen sus servicios como «redactores», para que algunas editoriales especializadas en estos formatos publiquen recetas de «auto ayuda» como por ejemplo: «Cómo hacer más lento el proceso de envejecimiento», y mantener durante gran parte de su vida por un sueldo mensual, (sin reclamo a su derecho legítimo de autor), y la condición de “escritor fantasma” escribiendo esas livianas y fácilmente leídas entregas trimestrales que dejan para la editorial -muchas veces- jugosas ganancias.
El famoso aislamiento del escritor se pondrá en aguda evidencia para quien tuvo que elegir esta última opción, construyendo en las tinieblas “libros” bien redactados por el oficio ganado con el paso del tiempo, -aunque ausente de pertenencia existencial, porque fueron creaciones fingidas «a pedido del consumidor» y que, en muchos casos, se convertirán en éxito de ventas-.
La misión «negro» como despiadadamente se denominan a estos escritores fantasmas en el “exclusivo círculo literario”, tendrá por su ingrata prestación, (la “recompensa”) un sueldo para sobrevivir en el más cruel de los anonimatos.
La escrutadora pregunta de por qué este escritor decidió tomar este camino de narrador de «prosas ajenas a su imaginario», llevando una vida invisible a su existencia en medio de un absurdo oscurantismo: al menos para mí, no tiene una respuesta válida como alegato. No hay nada oculto entre el cielo y la tierra que sugiera que una verdad absoluta prevalezca por encima de la infeliz necesidad de optar por ser un títere narrador. Sin embargo, no puedo, por una cuestión de impostada camaradería, adherir a esta claudicante decisión.
Quien se ha largado al camino sinuoso e incierto de la escritura, y ha optado por necesidad esta manera de continuar «escribiendo», no puede estar ajeno al probable devenir de su carrera… ¿Literaria?, que terminará con seguridad en algún basural.
Franz Kafka, mientras escribía, jamás abandonó su trabajo de seguros en Praga. El hecho de que muchas de sus obras hayan quedado inacabadas se debe precisamente al poco tiempo que le dejaba esta segunda y necesaria actividad para solventar sus gastos. Con este ejemplo aislado no pretendo ser un moralista y menos un consejero, -lejos estoy de serlo-, pero fue inevitable la analogía para expresar mi opinión respecto a estos escritores.
Ignoro hasta qué punto pueden aportar mis opiniones. No subyace en ellas pretensión de ningún tipo, excepto la de defender a rajatabla el amor que siento por las narrativas. Los escritores deben obligarse a recordar cómo fueron sus comienzos cuando comenzaron a trazar sus primeras líneas y no dejarse atropellar por la impotencia o por la mediocridad, llegando a la abatida conclusión de no valorar su prosa, y elegir resignados, a mutar en «escritor fantasma», porque lamentablemente de ser así… Han traicionado y olvidado lo que significa escribir.
Queremos leerte: