I
Rompiendo la dura roca de los suelos ancestralmente secos desde hacía centurias, la sombra del Castillo proyectaba una aguja inmensa en lo alto del campo nuboso del cielo gris del Principado Krvavo, donde sus habitantes cubren los ojos de sus muertos con monedas para que no despierten ni sientan deseos de llevarse a alguien consigo, y pintan con acuarela preparada con agua bendita cruces en todas las entradas posteriores y anteriores de sus casas. Budan llegó de noche, para estar seguro de que nadie se alteraría al ver su pálido rostro seco y gélido; rostro que las lágrimas no habían vuelto a surcar de nuevo desde que recibió el beso de su «Maestra». Budan lloraba sangre, porque su cuerpo no tenía otro líquido dentro de él
Budan, por si aún lo dudan, es un vampiro.
Se paró ante la imponente masa de piedra y metal que era el Castillo. No tenía otro nombre: siempre era llamado solamente como el Castillo. No puede haber mayor seña de poder y miedo que inspira una construcción que el no tener un nombre propio, y apropiarse de un nombre común para hacerlo suyo. El Castillo rezumaba el espanto que los habitantes de Krvavo habían proyectado con sus corazones ateridos de horror cada vez que escuchaban lamentos y sonidos lejanos: sonidos pastosos, acuosos, que acompañaban en negra sinfonía los otros ruidos de cañas astillándose… ¿O debo decir que eran mandíbulas de otros vampiros rompiendo huesos y rasgando piel para obtener su sustento, mientras sus víctimas gimen en ese extraño éxtasis de la muerte que tanto se parece a una ardiente ardiente cópula? Como fuera, eso es para los humanos. Para él, para Budan, esos sonidos no le eran ajenos, y ya no le producían cambio alguno en su ánimo. Pidió que se le franqueara el acceso con un golpe seco en la puerta de roble. La puerta se abrió suavemente.
— Permíteme entrar… – La amable petición de Budan era la costumbre: un vampiro jamás accederá a un lugar sin autorización expresa del dueño. Y él no rompería esta norma sempiterna.
— Entra…
II
Ante él se abrió un largo pasillo oscuro, amenazante, cuyos sonidos atenuados por la rica alfombra. Eran más inquietantes que tranquilizadores, porque daban la impresión de silencio absoluto de muerte alrededor, de que nada vivo podía franquear esa atmósfera.
«Y eso es correcto» -pensó-. «yo no estoy vivo. Por eso puedo pasar a este lugar».
Caminó por incontables minutos. Cualquiera pensaría que el pasillo tenía la extensión del propio castillo, o que todo el Castillo se alzaba sobre ese pasillo
Y así era:
El oscuro corredor llegaba a su fin tras una puerta de cedro. Le incordiaba comprobar que justo esta importante puerta fuera de una madera tan ligera. Pero, ¿quién hubiera podido cruzar el pasillo para llegar hasta ahí sin desfallecer por causa del horror que implicaba el silencioso corredor, tan vacío pero tan lleno de muerte?
III
Al abrir la puerta, comprobó que detrás del Castillo apareció la verdadera bacanal ante sus ojos, en un inmenso «jardín de las delicias» cercado para protección de los invitados, quienes también habían abrazado la oscuridad y que en el momento de su
entrada gozaban a su particular manera.
— Bienvenido.
Davo, quien lo había convocado, apenas torció hacia arriba la comisura de sus labios para darle la bienvenida.
— Éste es mi banquete. Sírvete como desees y lo que quieras. Y lo mereces porque has recorrido este camino hacia mí, y premiarte no es una recompensa, sino un merecimiento.
Él había recorrido un gran camino hasta ahí, porque se le había prometido que en esta nueva vida en que la «Maestra» de Budan lo había iniciado, y así como en vida había aspirado al mayor bien a que podían acceder los seres humanos, en esta vida después de la muerte, después de tanta prohibición y tanta restricción, Davo le ofrecía conocer el Último Pecado. Gozar del más terrible de los placeres que le había sido negado antes de renacer en la oscuridad.
Budan miró en torno suyo.
Allá vio a muchos de los suyos solazándose en la más indolente inactividad, gozando con su pasmosa pereza contemplativa; a otros los vio pavoneándose cuales monarcas de ricos reinos, haciendo soberbia ostentación de sus méritos ante los demás, y gozando con ello ante aquellas quienes, hambrientas de sangre y ardor incendiaban las almas de quienes posaban sus ojos en sus onduladas siluetas colmando con incitantes vistas de lujuria incluso a los no muertos; no pudo evitar sentir algo semejante al asco cuando vio a sus pares lamer obscenamente hasta el último gramo de músculo escaleno por la gula de la sangre generosa que manaba de sus cuellos; no escapó a su mirada la violencia de la embriaguez de algunos de ellos, quienes en tránsito de ira intentaban arrebatarse entre unos y otros a las presas que más envidia generaban: las doncellas vírgenes. En un rapto de avaricia -que no le fue ajeno a Budan- varios hijos de la sombra ataron a varias de estas criaturas sólo para gozarlas cuando hubieran «besado» con sus filosos incisivos a otras tantas que, para su goce, Davo había sembrado en su jardín atándoles a estacas, cuyos invitados habían utilizado para empalarlas y con ello terminar de componer un degradante cuadro digno del moderno Beksinski, o bien del buen y viejo Hyeronimus Bosch.
—Y de toda esta degradación, Davo, ¿cuál es el último pecado que me ofreces? –
— ¿Aún lo preguntas? ¡Todos a la vez! ¿Se te hace poco esta orgía sangrienta con la que pretendo regalar tus exquisitos sentidos a ti, el más amado de los hijos de Lilith? ¿No te parece que el Último Pecado tiene que ser aquel que conjunta a todos en uno?
— No. Un conjunto de estiércol no es un campo verde y fértil, y muchos humanos juntos no son la humanidad. Unos y otros no son más que muchos desechos. Vine por aquello por lo que el Creador condenó al primer hombre, y que sin duda tuvo que ser el primero, y será el Último Pecado. Vine por el conocimiento, Davo. Sólo aprendes a vivir hasta que mueres. Y al morir, supe que no era otro el Último Pecado, sino el conocimiento… De otro modo, no nos hubieran condenado a nosotros a las sombras y a los humanos a la luz.
Davo lo miró estupefacto. No tuvo respuesta.
Uno de aquellos que festinaba cada trago de sangre escuchó las palabras de Budan, y lo miró extasiado…
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