Sentada en el comedor, toma un respiro. Pasea su mirada y se enorgullece de la decoración. Las sillas están forradas con manta rústica de color café. El mobiliario combina con el piso. Una enorme mesa de madera brinda calidez a la estancia, que es amplia y rectangular. El mantel combina con el amarillo toscano en las paredes. No obstante, la geometría pintada en el muro del jardín rivaliza. El ventanal que se abre al pórtico, en cambio, no acaba de gustarle. De nada han servido los reproches a su marido, para cambiar el aluminio. José Juan Carrasco —Pepe—no da su brazo a torcer. Su marido heredó el carácter férreo de su suegra. Lo tacaño puede más que el engorro que supone abrir el ventanal, para salir al pórtico. Ese pensamiento despierta en ella una inesperada melancolía y, de repente, piensa en los Miranda, en los lazos amistosos que dejaron atrás. ¿Se acordarán de ellos alguna vez? Qué importa. Ya no pueden formar parte de sus vidas, así que no tiene sentido que se mortifique por ellos, por la terrible ausencia que debe sentir Víctor. Hace años que no lo ven, desde que Marcela falleció. Doble vida. Secretos. El recuerdo de su amiga regresa a la mente de Angélica. Le dolió enterarse de su muerte. Conserva magníficos recuerdos de su amistad con ella. «Pepe, dirá lo que quiera, pero mi amistad con Marcela se echó a perder en cuanto, Víctor se hizo cargo de la construcción de esta casa». Jamás previó la podredumbre que más tarde se reveló. Pero Angélica no juzga, los juicios corresponden a Dios.
El arquitecto Víctor Miranda… Vaya desengaño que se llevó. Como otra de sus amigas, Angélica lloró. Ella creía en la honestidad de ese hombre. Suspira. Así es la vida. Puras apariencias.
Su imaginación vuela. Recorre mentalmente su antigua casa: un jardín pequeño, una sala espaciosa y un comedor para doce personas. ¡Qué bonitos eran sus cubiertos de plata! ¡Y su juego de copas de cristal cortado! Cuando ella y Pepe se casaron, su suegra les regaló los muebles que lucían espectacularmente en aquella construcción de dos plantas. La mudanza la obligó a despedirse de ellos. La mayoría acabó con el socio de Pepe, por una bicoca. Esta casa, nunca, ni de lejos, es tan espaciosa. Tampoco puede quejarse. No es cristiano vivir apegado a los bienes terrenales.
Con todo, jamás será lo mismo ésta que la otra. Pepe es quien más ha resentido el cambio, pues se quedó sin su escritorio. El entorno aquí es muy lindo, pero no es lo mismo. Angélica se percata de su monólogo interior y rectifica. Es tarde. También ella ha de prepararse.
La disposición de la mesa se ve espléndida. Pepe se ocupa de poner los licores y la botana. Con este sol vale la pena el jardín. El reloj marca la una, tal vez antes, Diego y Gloria Rosa llegan, y solo mucho después, Jorge y Fabiola. Prueba el mezcal, me lo mandan de Oaxaca. Estos pelados no lo saben apreciar. Angélica cata el vino, Jorge ahí, callado, Gloria Rosa se defiende. Y el hueco del día empieza a llenarse de tragos, de queso y aceitunas, de las voces que se sienten en familia y tan contentos de estar allí. Comentan o no, da lo mismo, las imágenes y las palabras una tras otra, se funden con la voz de Alberto Vázquez que suena en la bocina. La reunión empieza a llenarse de risas. Es bueno que haya amigos en la casa. Angélica intimida a Fabiola con sus ojos, Gloria Rosa piensa en las vueltas que da la vida. Pepe está contento con el whisky, Diego no se olvida de arrimarle agua, Jorge discute sobre inversiones, pensiones y comisiones. Cuestión de ver lo que comenta, qué entiende de interés compuesto y de comisiones encubiertas; en una de ésas nunca se sabe. Piden más vino, el tinto de verano va bien con el calor. Pepe ríe. Diego duda del tercer trago. Se le antoja el escocés, pero aprendió a no combinar. Jorge saca al Cruz Azul, Pepe al América; el árbitro se vendió, palmea Jorge a Diego. El fut está de la patada. Desviando los tiros directos, Fabiola reparte nueces de la india, Angélica deja caer los dos gatos que a su hija le regalaron. Pero si al marido no le gustan, ya te digo, lo que hace uno por los hijos. Gloria Rosa, oye pero no oye. Ay, ese teléfono. Cuántos temas para una tarde, amigos, bajo el calor de las copas que no parecen servir de sedante a la hora de las pugnas deportivas y los detalles sin importancia. La comida mejor en el jardín, comentan por ahí. Y si nos llueve, poco probable, habla Jorge con certeza de meteorólogo. Angélica frunce las cejas, desaprobando la insolente osadía. ¿Cómo se les ocurre comer en el jardín? ¡Los amigos! Gloria Rosa y Fabiola la siguen, sin atreverse a comentar nada.
La cocina huele a chile y a cebolla. Angélica revisa la estufa, llena de cacerolas. Levanta la tapa del guisado; ha cuidado que, a pesar del trajín de la mañana, el pibil conserve el equilibrio: ni demasiado seco ni demasiado aguado. Como su madre, como su abuela, como su bisabuela, considera que la cochinita es mucho más que un platillo: es historia, es cultura y tradición. ¿Cómo no acompañar los tacos con cebollita morada picada y curtida con vinagre con sal y chilito habanero picado? No es sólo carne cocida y deshebrada, sazonada con salsa de achiote; eso es propio de chilangos. Satisfecha con el resultado, Angélica coloca de nuevo la tapa encima de la cacerola. El arroz blanco y los frijoles aguardan en otras viandas. Ve a Gloria Rosa ya Fabiola que se acercan, funcionando como la tripulación jerarquizada de un barco; en el jardín se oyen risas y protestas. Diego y Jorge, mantienen un vaivén que va de la afabilidad a la aspereza; Pepe suelta sonora carcajada y aplaude, lentamente y con decisión, las ocurrencias. Fabiola sigue por su camino que llega, hasta María Luisa. ¿Les conté que la van a operar? Así como lo oyen, tiene cáncer. Qué barbaridad, fuerza Angélica las explicaciones; Gloria Rosa siempre asistida por un radar se arranca a una reflexión sobre cómo las células malas se pueden desprender del tumor primario. Los coloquios recuerdan las series de doctores.
Cuando Fabiola lleva los platos y los cubiertos, Pepe y Jorge se refieren al vecino de enfrente, ¿de dónde saca tantas mafufadas? pregunta Diego, traicionado por el mezcal; esa familia es extraña conjetura Angélica, acercándose a la mesa, entre ella y Gloria Rosa se ocupan de traer los guisados; Pepe toma el timón de la bebida, destapa el Rosado Nebbiolo por indicación de su mujer; cuando sale de nuevo para sentarse con ellos ofrece vino y escucha a Fabiola que le pasa una tortilla. Tiene tanta hambre que se pone a comer de cara al plato; hablan de Víctor y de Marcela; a cada uno le corresponde un lugar en sus vidas; en su momento los consideraron sus amigos; de haber sabido de sus transas, pero no lo supieron a tiempo; a todos les sorprende la rapidez con que Víctor los engatusó. La vida es una ruleta; beben tanto vino en su honor que un segundo viento nostálgico de ayeres envuelve la tarde; se miran unos a otros para desembarazarse del silencio que aburre o del sueño que contagia. Angélica resuelve el problema: son casi las siete, el aire comienza a enfriar, café con un chorrito de coñac, no deben beber más, pero comieron mucha grasa. Todo sea por conservar el chasis. Los hombres prefieren jugar dominó; ellas, simplemente, pastas y café. Pepe, Jorge y Diego se sientan en el Pórtico, Pepe no tiene por qué pasar, pero no lleva la mula; Jorge sale primero, y Diego lo mira de reojo.
Frente a la escena, que tiene las sombras del ocaso por fondo, a Angélica le vienen imágenes a la mente de los desayunos y meriendas con sus amigas, de las salidas de compras, de los paseos de vez en vez. ¿Qué sería de ella sin sus amigas? Nunca falta la que se queda callada para evitar discusiones, la que se acerca despacio para escuchar, la que se despista, la que siempre ve el lado positivo en todo. Nunca falta alguien así.
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