La intimidad, como concepto analógico de privacidad, es -tal vez- el derecho adquirido más importante desde que nacemos, y la misma ha mutado con el devenir por razones históricamente muy diferentes.
Las pequeñas aldeas, también conocidas en España e Hispanoamérica como caseríos en el contexto de asentamientos humanos, estaban caracterizadas por una visibilidad expuesta a la privacidad por la razón obvia de ser espacios muy concentrados. La vida cotidiana entonces era compartida como condición obligadamente necesaria, y no precisamente en términos pacíficos.
Es a partir de la segunda mitad de los siglos XX -y fundamentalmente en el siglo XXI- que este derecho a la intimidad dejó de ser «una comunión aceptada» por cuestiones de usos y costumbres culturales para pasar a ser, por el poder económico y de los Estados, una intimidad violada por razones ciertamente justificadas de seguridad, y factores de concentración económica por sus estratégicos intereses.
La legislación en gran parte de los países del mundo, -al menos, los auto percibidos democráticos y republicanos-, dieron cuenta de esta conducta y promulgaron leyes con el nombre de Derechos personalísimos para regular los abusos cada vez más extendidos: (derecho a la identidad, a la imagen, a la intimidad). Derechos subjetivos esenciales que pertenecen a las personas por su sola condición de ser éstas humanas. Claro que la legislación no contaba con un nuevo actor en las sociedades: la tecnología digital y todo intento de evitar la intromisión a la vida privadísima de las personas terminó por desmantelar la intentona normativa, quedando nuevamente al desnudo la privacía de la gente de a pie.
Los llamados algoritmos en las redes sociales nacieron para “diseñar” la experiencia de cada usuario, pero paradójicamente, generaron resultados sesgados, produciendo a veces, daños irreparables cuando fueron utilizados con ausencia de ética y responsabilidad.
Un fantasma recorre la humanidad: el fantasma del Panóptico, donde la sociedad, la privacidad, e intimidad de sus habitantes es vulnerada desde una ventana digital sin poder los observados visualizar el ojo fisgoneador.
No caigamos con este argumento temerario en el descuido reduccionista al momento de definir a este intruso digital: éste actúa a veces con buena fe, y otras con gran malicia, pero siempre con la información y manipulación de los propios humanos que lo han creado, programado y alimentado.
Confieso a viva voz que la intimidad violada ha dejado hace tiempo de ser solamente la invasión de terceros. Hoy, la generación de jóvenes y no tan jóvenes exponen con excitación babeante y a cielo abierto su privadísima vida al mundo en busca de la notoriedad (sin contenido) que ofrece la diagonal del facilismo del menor esfuerzo, con lenguajes y vanidades plenas de metáforas de pesadez y de una gran ligereza existencial.
Mientras, el ojo digital seguirá su norte espiando a la humanidad. La intimidad también estará deshojada por nosotros mismos. Se ha intentado matar al mirador, pero seducidos por su encantamiento seductor no sólo se le ha perdonado la vida, sino que nos hemos sumado a su espíritu compartiendo nuestra privadísima vida con todo aquel que quiera conocerla.
Esta columna, -que no tiene la pretensión de proclama alguna-, nos hace conscientes de buscar una forma de sortear nuestra precaria existencia para hacer frente a lo que, brillantemente escribió Milan Kundera en un título: hacer frente a la Insoportable Levedad del Ser.
Responder a Gustavo NuñezCancelar respuesta