Infancia Masacrada

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Dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Con qué liviandad se fue transmitiendo a través del tiempo esta suerte de tradición popular que fue pasando de abuelos a padres y de padres a hijos, como una persistente y forzosa creencia que había que dar por cierta. Sin embargo, el pasado que me tocó vivir no coincidió con este fraseo «inspirado» por alguna imaginación trasnochada, y que fue mutando con el devenir a un curioso y ambiguo formato de leyenda popular.

Fueron tiempos de carencias. Y cuando hablo de carencias, me estoy refiriendo a vivir para hoy, sin saber qué pasará mañana.

Sí… dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Sobre todo, el pasado de mi cintura, mi piel de porcelana, la turgencia de mis largas piernas, mis cincuenta y cinco kilos distribuidos como por un pincel de Van Gogh, mi cabello dorado como el trigo, mi rostro con una expresión virginal y -paradójicamente- de una sensualidad desafiante que, al mirarme al espejo me provocaba y seducía a tal punto que terminaba besándome a mí misma, como si fuera un juego inevitable de sexualidad ambigua.

Mamá, les contaba a sus amigas que puso mucho empeño en «diseñar mi vida». Para mantenerme delgada, no fue necesaria ninguna dieta especial, por aquel entonces, podía escuchar con frenesí, los sonidos de mi estómago vacío 

Debo confesar que mamá fue mi primera admiradora.  Ella disparaba con retórica irritante  «que el rostro de Damelia era como un diamante de una perfección y gracia irrepetible imposible de ser igualada por ninguna mujer». Claro que, al escucharla vociferar esta descripción que hacía de mí, no comprendía aún esa definición a la que hacía referencia. Me refiero, a -según ella-, «mi condición de mujer». Apenas tenía trece años. 

Mamá evidenciaba una obsesión posesiva sobre mí y, frente a las privaciones que nos abordaban, no estaba dispuesta a claudicar en la promoción de su único objeto preciado al mejor postor: mi cuerpo.

«Miren esos enormes ojos de almendras, parecen pintados por Renoir, y esa delicada nariz espiritual». ¿Espiritual? – «y ni que hablar de sus aterciopelados labios que acarician sus dientes tallados como por un escultor griego». Y finiquitaba esta temeraria difusión que reiteradamente hacía de mí en cualquier lugar y rincón de mishiadura, que, al escucharlas, las recibía con alerta inquietante: – «Y esas curvas irresistibles de su cuerpecito que invitan a ser recorridas».

Sí, Mamá puso mucho empeño en «diseñar mi vida» y cuando ya era inocultable «su obra de arte», se sentó frente a mí como una gran negociadora a punto de cerrar el trato con su cliente y me dijo con serena impunidad:  “Mi querida Damelia, no hay nada entre el cielo y la tierra que se atreva a impedir el irreversible éxito que vamos a tener”. Sí … Dijo que vamos a tener

¿Qué temerario plan tenía mi madre, comparando el cuerpo de su hija, con las obras de Renoir, Cézzane y de Monet, que no fuera mi destino, como una suerte anunciada: terminar en una cama trabajando en un burdel? 

De esta manera, mamá sentenció en nombre de Dios, que había llegado el momento de iniciar el principio de ejecución de «nuestra sociedad».  Este contrato cambió el curso de mi vida. Los libros románticos que en mi infancia había devorado quedaron sepultados en algún rincón de mi memoria. Los sueños recurrentes, dónde un duende por las noches venía a rescatarme de la incertidumbre, quedaron en algún lejano pasado, y duraron tan sólo, lo que puede durar un sueño o, mejor dicho, una pesadilla, porque al despertar, ya nada era igual. Mamá, ya lo había decidido. 

El arma que iba a cargar en la vida para enfrentar su pobreza y la mía, estaba literalmente en mi cuerpo. Para poder ingresar a este «mercado privilegiado» debía conseguir una buena representante que conociera la noche como nadie. Fue así como conocí a Margot. Obviamente, a través de mamá. 

Margot, en su juventud, había intentado hacerse un lugar en el teatro, pero por esa combinación cruel y fatal de no tener talento ni contactos, terminó por ser «una mantenida». Curiosamente, esa condición era una forma sutil y elegante para simular ante una sociedad pacata su verdadero oficio: la prostitución, que ejerció hasta que la inevitable fuerza de gravedad, haciendo estragos, se hizo cargo de su cuerpo y fue entonces que, como gran conocedora «del negocio», se convirtió en Madama.

Al llegar a su atelier, Los ojos de Margot recorrieron en pocos segundos y en trescientos sesenta grados toda mi humanidad. Luego de un silencio brutal que aturdía, me dijo con voz rota por el tabaco y noches desenfrenadas:

– Adelante Damelia, ponte cómoda, vamos a dejar las reglas de juego bien claras desde un principio, – y sin protocolos de por medio, deslizó un comentario que recibí como una orden: – Comienza lentamente a desnudarte.

Al ver que mis ojos comenzaron a tener un parpadeo que no podía controlar, lanzó un comentario que me inquietó aún más: 

— ¿Qué es esta escenita de mujer ruborizada?, se supone que esto tendrás que hacerlo toda la vida. 

Sí, Margot dijo toda la vida, como ratificando que la carrera que yo iba a emprender, y que ella iba a manejar no tenía fecha de vencimiento.  

Ante la insistencia de Margot de que me sacara la ropa, como perra dócil asentí con la cabeza, y fui dejando lentamente mi precario vestuario sobre un blanco sillón.  Al quedar totalmente desnuda, Margot se acercó merodeando hirviente arrastrándose con mirada felina mientras mi cuerpo intentaba esconderse en la nada. Sigilosamente, avanzó con ojos de experta pantera a punto de cazar un venado y fue entonces que, un extraño escalofrío y una taquicardia incipiente se apoderaron de mí. 

Margot puso sus manos sobre mis pechos, luego sobre mi cabello, y acarició suavemente mi cuello con una excitación babeante que no podía, o no quería disimular. Volvió a mirarme fijamente, tomó groseramente mi boca, y aprovechando que estúpidamente abierta, denunciaba mi bisoña ingenuidad, introdujo su lengua viscosa viboreando dentro mío, y cuando ya resignada, esperaba la inevitable violación, se alejó unos pasos hacia atrás y, elevando su voz astillada en una octava ascendente, descargó una grosera risotada exclamando: 

— ¡¡El veinticinco por ciento es para mí!! 

 Así llegó, casi sin darme cuenta, mi debut en la profesión. Y digo sin darme cuenta, porque el famoso orgasmo imaginado, terminó en una gran frustración, porque quien tuvo el privilegio de atravesar la sutil frontera de mi cuerpo fue un adolescente a quién su padre, un rico comerciante, con inusitada vulgaridad, lo entregó en mi cama para que pariera su «condición de hombre». Con carita de estupor, e invadido por la ansiedad y por una apresurada excitación forzada, derramó su “néctar varonil” sobre mis manos. Mi sorpresa y silencio inmediato tuvieron que ver con mi propia ignorancia, pues yo también estaba como él, pariendo “esa primera vez” y, lo único que pudimos compartir, no fue el placer, sino miradas de confusa degradación.

Al salir de la habitación, sabiendo que su padre esperaba de mí palabras de aprobación, con una sonrisa simulada que ocultaba repulsión, le dije: 

— Lo felicito señor: su hijo me ha hecho muy feliz. 

Este comienzo hostil fue difícil para mí, y ni que hablar de los que fueron pasando después. Las visitas diarias de mamá para dejarme palabras de aliento me conmovían de asco, pero trabajando día y noche pude dejar el atelier de Margot y alquilar con mis propios ahorros una pequeña casa que me permitió tener un poco más de privacidad.  Mamá, cuando se enteró de mi “ascenso laboral” vino corriendo a mi nueva casa y con lágrimas de dudosa autenticidad me dijo:

—  ¡Qué orgullosa que estoy de ti, Damelia! – Al ver que la única imagen que le transmitía mi rostro era la del desconcierto, con la excusa de tener un compromiso, en un estado de incomodidad que no podía simular, me dijo susurrando a mis oídos mientras se tocaba su vientre: 

—  Mi adorada Damelia: hay veces que quisiera tenerte dentro mío. 

Cuando la vi alejarse, con la rapidez que demanda ¿la culpa?, quise correr tras ella intentando encontrar algunas palabras que me dieran las respuestas que estaba necesitando, pero no pude. La única respuesta que tenía que asumir era que el «diseño de mi vida» había comenzado a la perfección, y de ahora en más, sola y con el arma de mi cuerpo, tenía que empezar a transitar el mandato de mamá. 

Solo un día era para mí era sagrado, y ninguna propuesta de Margot ,por más tentadora que fuera podía incluirlo en su agenda: Los lunes. Sí, los lunes estaban reservados sólo para mí. Entonces salía a caminar. El aire como cemento iba pasando el día y yo lo atravesaba jadeando, sin rumbo fijo, pero no sé… O sí sé por qué razón ese camino incierto me llevaba siempre, como autómata, a la casa de mi infancia y, tratando de no ser descubierta por ella, espiaba por su ventana con nostalgia buscando encontrar en sus rincones, ya para mí desconocidos, algún mueble, como su máquina de coser donde ella dándole al pedal horas y horas terminaba el armado de corpiños que un mayorista le compraba por dos pesos y que nos permitía llenar un plato de comida. ¡Qué orgullosa estaba de ella por aquel entonces! De pronto, intentaba ubicar en la cocina la vieja cacerola de cobre dónde preparábamos, cuando podíamos, y sólo en fechas especiales, una chocolatada caliente, pero tampoco estaba. Ya no era la casa de mi infancia, mamá se había desprendido de sus cosas viejas, como quién se desprende de un pasado vergonzante. ¿En qué te has convertido? Te lo pregunto de nuevo. ¿En qué convertiste?, te lo suplico mamá, diseñando mi vida has terminado, condenando a tu Damelia por un ascenso social.

Hubo solo un instante en que pude torcer mi anunciado destino, y ese instante, que a veces la vida te regala solo una vez, no lo dejé pasar.

Fue una noche en la que asistí a una gran fiesta de la alta sociedad invitada en calidad de “querida de turno” por uno de mis amantes habituales que ingresó tomándome del brazo como trofeo de cacería. Mientras el champagne y la frivolidad devoraban la suntuosa fiesta, bastó una simple complicidad de miradas que se cruzaron al azar, para que mi corazón latiera a punto de estallar. Michel estaba allí, como el príncipe de mis cuentos de la infancia. Su cabello azabache, con una incipiente barba color ceniza y sus ojos verdes, eran la explosiva paradoja de una fuerte personalidad varonil, que contrastaba con un ser dulce, amable, y por si esto fuera poco, poeta. 

Habiendo cumplido mi tiempo de esclava, despedí a Margot, quién había decidido por decreto su función de madama sin plazo de extinción y, después le comuniqué a mamá que nuestra «relación comercial» había llegado a su fin.  Su deseo enfermizo de «tenerme dentro suyo» había fracasado. Esta fue mi despedida para siempre de su vida.

En fin: con ahorros que supe guardar y otro tanto que Michel con cierto pudor aportó, decidimos irnos a vivir juntos. Despertaba en las madrugadas y siempre veía a través de la tenue luz el perfil de Michel escribiendo. Entonces me acercaba a él, y sobre su espalda espiaba sus poesías y acariciaba su cabeza, disfrutando la belleza de esas imágenes y la musicalidad de sus rimas, y lo besaba, y él me besaba, y se iniciaba una experiencia sensorial en el que su piel se enredaba con la mía, y como dos amantes sedientos de amor, atravesábamos el sudor que emergían de nuestros cuerpos desnudos, buscando sin egoísmos el placer del uno hacia el otro a tal punto que, sin resistencia, se fundían y confundían en un crepúsculo medio, entre la luz del día y la sombra de la noche, en una sola humanidad. 

Después de haberme entregado a cientos de hombres y mujeres, pude sentir por primera vez con Michel la maravillosa esencia de lo que es hacer el amor. Sin embargo, esta relación intensa, tierna, sublime, duró poco tiempo, porque a pesar de ese amor que compartimos, Michel no pudo soportar la idea de ser él un mantenido. Y frente a la violenta y frenética presión familiar que lo asfixiaba, herido de vergüenza, resolvió su inevitable dilema quitándose la vida dejando sólo una carta que atravesó mi corazón como un rayo lacerante.

 “Amor mío: nunca me importaron las camas por dónde pasó mi Damelia. Te amé, como si nunca hubieras compartido tu cuerpo con nadie. Pensarás en este momento, -y sé que lo harás-, que mi suicidio es un acto de egoísmo por dejarte sola, pero no puedo permitir que compartas tu vida con alguien que solo con sus poesías, no te puede proteger. Mi familia me crió en la opulencia, y me educó para que en el futuro pueda mantener y hacer crecer esa fortuna. ¡Qué curiosa analogía!  tú, desde la pobreza, y yo desde la riqueza, fuimos «diseñados para enfrentar la vida». Sí, la vida de ellos, pero lo que no pudieron imaginar fue que, en ese futuro, iban a coincidir tu amor y mis poesías. Perdón Damelia y gracias por el instante de felicidad que me brindaste… Por siempre tuyo: 

Michel

Después de haberlo despedido como podía, -pues su familia no me dio el lugar que hubiera deseado tener, y a varios metros alejada como si fuera una intrusa-, presencié su entierro escondida detrás de una absurda culpa.

Y ahora estoy arrodillada ante su tumba, casi en medio de la nada y la tragedia. Sólo pude dejar sobre su cuerpo, una lágrima y la flor de una camelia.

Una constante imagen, como en una película en sepia, aparece cuando cierro los ojos. A veces despierta y a veces dormida, reproduciendo secuencias de manera insistente y siempre, pero siempre, esa terca imagen intenta sin pausa alguna corporizarse dentro de mí: es la imagen de una niña adolescente que un día salió a caminar y a pararse en las esquinas envuelta en un grotesco vestuario con un maquillaje intentando sumar años a sus pequeños años, insinuando una sensualidad enferma y absurda. Una niña disfrazada de hembra impostada y repentina, enfrentando con hambre la oscuridad de la noche. 

El invierno acecha. Otro invierno más que caerá mordiendo como bestia, y otro invierno solemne para su redención de infancia. Esa niña quiere liberarse de los años pequeños que la ahogan y, con un amargo pan de silencios de lo que alguna vez fue su belleza, ahora masacrada, seguirá resignada su camino obligado a la espera de ser devorada una vez más por el alacrán del asco. Ya ni siquiera puede llorar… Sus lágrimas se han secado. 

¡Cómo traicionan los sueños, cuando el sueño no es cumplido y al despertar lo vivido, lo vivido en ese sueño! Despierta y muerta de miedo, quiero volver a soñar.

Ya no quiero recordar, si lo que yo he vivido y que ahora he compartido, fue algún viaje sin destino, o fue un sueño imaginario, que tuve que transitar.

Ya no quiero recordar, ni tampoco hablar de más del diseño de mi vida, diseñado por mamá. Hay un duende recurrente que me sigue en esta vida, curándome las heridas que tuve que atravesar. No sé si esto fue ayer, o pasó en otra vida, o es mi demencia precoz. No sé si esto fue un sueño, o parte de una estocada. Sólo quedaron desechos de una infancia masacrada. 

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Una respuesta a «Infancia Masacrada»
  1. Avatar de barrufet4

    Escalofriante artículo que refleja a gritos el infierno de muchas jóvenes que no se atreven a denunciar. 👌

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  1. Escalofriante artículo que refleja a gritos el infierno de muchas jóvenes que no se atreven a denunciar. 👌