El Discreto Encanto de la Voz de un Narrador.

Ningún escritor que se auto perciba como tal, -tanto los consagrados como los ignorados-, jamás dejarán de escribir. Sin embargo ambos, por más plegarias que lancen a Dionisio, al sentarse frente a un papel en blanco que tercamente reflejará como espejo su perturbadora encrucijada hacia el encuentro de su renovada historia, transitarán una experiencia poco grata.

Aquí el peso de la existencia o la impronta vaporosa del imaginario estará por encima del academicismo, y sin denostar la formación necesaria que ésta última provee, el renacer de lo que finalmente deseamos contar tarde o temprano se le dará a luz, y en ese camino narrativo, a veces, de largo aliento, lo estarán esperando agazapadas conjeturas y dilemas no fáciles de resolver. 

Cuando finalmente el velo de la incertidumbre ha sido corrido por la certeza, emergerá la historia que el escritor deseaba contar, pero por más noches que éste se siente frente a su computadora, probablemente la frustración se plante en su teclado, porque en la fila del protocolo lo estarán esperando, al menos, cuatro vallas más para comenzar a escribir sus primeras líneas como, -por ejemplo-: la estructura narrativa, la trama, el título de la obra y el escollo no menor  de la discreta voz del narrador

Lo maravillosamente disparatado que tiene la ficción, es que algunos escritores creamos como si nos gustara ser engañados, que «el narrador», -por alguna razón lindando con lo absurdo-, es una voz diferente a la del autor. Sin embargo, lo descabellado es que los futuros lectores, destinatarios legítimos de este proceso, no estarán preocupados por este tecnicismo, porque atrapados o aburridos del libro que en suerte compraron, su mirada a veces escrutadora irá hasta la última línea para finalmente sentenciar el trabajo del autor.    

Que «un teclado» esté manipulando los dedos de un autor por razones que sólo un desquiciado puede imaginar es algo difícil de entender para aquellos ajenos a este oficio. Sin embargo, esa muleta devenida a «duende imaginario» para quién se lanzará a exponer su cuerpo y alma estará dentro de su privadísima y válida opción, ajena a juicios de valor, pero sí, -vale mencionar-,  que esta sublime transición podría terminar con el susodicho en el sillón de un psicoanalista. Aunque nobleza obliga, y sin intención corporativa, debo confesar que, para escribir una novela durante más de dos años, hay que estar al menos conviviendo ciertamente con la locura.

Habiendo caracterizado la condición perturbadora de un escritor al momento de elegir la voz que llevará adelante su historia, debo aclarar que ni por asomo esta mirada tiene la pretensión de un diagnóstico psiquiátrico, sino ser sólo una suerte de analogía que intenta sobre el empirismo más riguroso explicar los laberintos viboreantes por los que atravesará él autor de una narrativa. 

No es cosa fácil describir esta oblicua necesidad inquietante, habida cuenta que esta voz, si finalmente la encuentra, será «su compinche» durante mucho tiempo, y a veces, el cansancio que significa pasar de un borrador a un manuscrito que, a su vez, en más de una oportunidad volverá a convertir decenas de hojas escritas en un frustrante borrador. La reescritura, condición fundamental de este camino incierto, comenzará a generar desconfianza entre el autor con su propio narrador al suponer que éste, con un sesgo inclinado, ha comenzado a desviar la historia, e inclusive, (me refiero al autor) justificar su propia autocensura haciendo responsable al narrador de sus zonas oscuras.

«El autor genuino, es aquel que jamás traicionará a su futuro lector.»
«El autor genuino, es aquel que jamás traicionará a su futuro lector.»

El autor genuino, es aquel que jamás traicionará a su futuro lector escondiendo su pluma detrás de una impostada voz que, en nombre de un supuesto recurso literario, no está haciendo más que mutilar de manera lacerante su auténtica obra. Con esto quiero significar que, exceptuando la narración claramente autobiográfica, en la que la cara visible es el mismo autor, todas las jugarretas que la literatura contemporánea estimula para ir en la búsqueda de ese narrador, muchas veces, más allá de ser una herramienta válida y hasta enriquecedora al equivocar la elección de esa voz puede velar su propio imaginario. Es común escuchar de un lector al encontrarse con su autor la siguiente pregunta: «perdón, en el párrafo en el que el protagonista dice, tal cosa, ¿está hablando de su paciente o del protagonista de la novela?». Y cuando el escritor debe explicar esta simple respuesta es un síntoma de que el narrador se ha perdido en un bosque. 

Este prejuicio principista, propio de los “críticos especializados en literatura”, y que jamás han publicado al menos un breve relato, quienes preguntan en cuanta oportunidad tienen de estar frente a un escritor: «¿quién es el narrador de tu novela?» El escritor, enfrentando una pregunta técnica, percibe la incomodidad de responder lo que a ningún lector común le va a interesar. 

Si «esta voz» nace naturalmente, bienvenido sea ese aliado para el autor. Pero intentar forzosamente ir a su encuentro para mostrar una supuesta originalidad no habrá hecho otra cosa que poner en serio peligro su propia obra literaria.

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