«No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y solitaria que la de esa mujer. Prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y tenerlo».
–Jorge Luis Borges–
Emily, la poeta del susurro, la que transforma lo cotidiano en misterio y lo invisible en revelación. En su porte actual anida la serenidad contemplativa, de quien conoce los sufrimientos internos que atormentan la mente y corroen el corazón. Físicamente está viviendo la plenitud, estrenando corte de cabello y vistiendo «mi blanca elección» (según sus propias palabras). Esta mujer, que desafía las leyes del envejecimiento, y es considerada uno de los pilares de la literatura estadounidense moderna y una de las mejores poetas de la literatura universal, hoy nos abre su corazón y las puertas de su habitación para hablar, por primera y única vez, de uno de los capítulos más desconocidos de su vida. He aquí, en exclusiva, su entrevista más reveladora.
—¿Cómo te encuentras en este momento?
—Muy bien, muy contenta, conscientemente unida con la naturaleza.
—¿Qué piensas de todo lo que ha pasado?
—Es tremendo lo que está pasando. Neptuno llegó a Aries y Saturno se acerca. Este es el tiempo que tenemos que renunciar la lucha. Todo va a gritar por tu atención para distraerte, dentro de ti y fuera de ti.
—¿Sabes que algunas voces ya te llaman “la poeta lírica más memorable de Estados Unidos”?
—Sí, me lo han comentado. Mira, soy un ser humano que se encuentra en un viaje de exploración. Busco un sentido a la vida.
Mientras habla, contemplo la habitación, en sí gigantesca. Hay una cama matrimonial con dosel; los cojines y la colcha han sido confeccionados con exquisita seda, color blanco. A ambos lados del cabezal tallado en madera, dos mesillas de noche; cada una con una lámpara. Al pie de la cama, un enorme arcón de madera. A un lado a la izquierda, el ventanal con carpinterías pintadas de un blanco corto. Junto, una mesa de escritura.
—¿Por qué te decidiste a dar esta entrevista ahora?
—Porque ya me siento lista para hablar. Creo que es momento de aclarar las cosas de una vez por todas. El poder de la poesía no es una ilusión. Se va a la poesía a buscar algo que ya ha pasado en nosotros y que esperamos encontrar.
—Emily, cuéntanos, ¿cómo es un día en tu vida? Se dijo que obsesionada con la perfección de tu obra poética, apenas sales de tu habitación.
—Es cierto que paso días enteras en este cuarto, inclinada sobre el escritorio, observando a través de la ventana o reuniendo mis poemas en pequeños libros que encuaderno a mano. Pero también trabajo en mi invernadero, observo la naturaleza, voy a la iglesia, salgo a comprar, paseo con Carlo.
—Cuando dices «Carlo», te refieres a tu perro, ¿es así?
—Sí, se acurruca junto a mis pies mientras escribo, y duerme junto a mi cama todas las noches.
Algo que puedo constatar, cuando el inteligente y precioso fox terrier, al que Emily adora, se enreda entre mis piernas.
—Estuviste en el «ojo del huracán». Alguien escribió que, tras tu vuelta a casa, solo dejaste leer tu obra a contados profesionales de la literatura, como Higginson.
—Es cierto. Sin embargo, a últimas fechas he intercambiado correspondencia con el Maestro Juan Rulfo.
—¿Entonces es verdad que, como dicen algunos, te mantienes al tanto del mundo literario?
—Así es.
—Pero ¿cómo fue que te interesaste por el escritor mexicano?
—Ya lo he dicho, y ahora te lo repito: mi vida es un continuo viaje de exploración y conocimiento. El Boom de la literatura hispanoamericana se ha dado a conocer en el mundo. El universo desolado de Rulfo es brillante.
—¿En dónde y cómo se inicia su relación?
—Lo que te puedo decir es que Rulfo es un hombre maravilloso. Es cierto que nos mantenemos alejados de las redes sociales, pero los ecos de su literatura llegaron a mí. Así que decidí escribirle, me contestó… Incluso hemos hablado de mutua admiración. Claro, él es un narrador. Yo, una poeta de la naturaleza. Sin embargo, él se sirve magistralmente de las innovaciones introducidas en la literatura europea y norteamericana. Me atrevería a compararlo con Proust, Joyce o Faulkner.
—¿Alguien más sabe de esta relación?
—Sí. William Blake.
—Perdona que insista, pero numerosas voces aseguran que vives enclaustrada.
Emily sonríe y niega con la cabeza.
—Para mí el claustro es relativo. Mantengo una relación cercana con escritores y artistas. Ellos me animan a seguir escribiendo. Tengo una copia firmada de la obra de William en mi biblioteca. El retrato que has visto en el rellano, antes, fue regalo del pintor Charles Loring.
—¿No te sientes mal, encerrada aquí?
—No. Yo busco silencio, soledad, calma. Ese anhelo de tener silencio, ese deseo de estar a solas y sin ruido, es una necesidad de mi alma.
—¿Cuál ha sido el momento más difícil al que te has enfrentado?
—De eso no voy a hablar. Lo único que voy a decir es que me entristece la muerte. Me duele mucho, de verdad.
En este punto, Emily hace una pausa para acariciar a Carlo, que brinca y agita la cola sin parar, tratando de llamar la atención.
—Hora de dar un paseo —dice, al tiempo que se incorpora y me invita a hacerle compañía.
Mientras caminamos por el sendero de gravilla que separa la casa del invernadero, le hago la pregunta que me ronda la cabeza desde que llegué a Massachusetts.
—¿De qué le sirve a alguien como yo, desde un punto de vista práctico, juguetear con transformaciones místicas en el mundo del día a día, el mundo de las relaciones personales, el trabajo, las hipotecas, los amigos, la familia, la política…?
—Perseguir el camino místico es tanto una vocación como una decisión. Aunque no estés enfermo ni recibiendo terapia, si quieres convertirte en un ser humano consciente cuyo espíritu, cuerpo y mente estén integrados y cuyas acciones sean congruentes con sus valores, debes examinar todas tus relaciones con el poder.
—¿Poder? ¿Qué nos puedes platicar al respecto?
— Puede ser cualquier cosa, desde una casa hasta un determinado estatus social, dinero, o bienes materiales que simbolicen autoridad. Un objeto o situación que captura el poder del alma diluye la capacidad de contemplar con toda atención. Al fin y al cabo, ¿qué poder resulta más seductor para ti: el de la Tierra o el de Dios?
No puedo responder. Cada vez que cierro los ojos e imploro inspiración divina, en lo más hondo sé que la respuesta requiere que elija entre tener fe en los invisibles dominios de Dios o en el mundo material.
Mientras seguimos andando, percibo un pequeño espacio semicircular desbordante de hierba enmarcado por el hueco entre los árboles y los destellos del sol, es maravilloso. Y frente a todo aquello, pulcramente recortado contra el claro, nos espera el invernadero, cuya cubierta de cristal transparente se apoya en un muro sólido.
Entramos sin más al invernáculo, Carlo ya ha desaparecido hace un rato, con el hocico pegado al suelo, deslizándose como siguiendo algo. No sé mucho de perros, pero no es difícil perderse en un lugar como este. Emily debió leer mi pensamiento.
—No te preocupes por Carlo, tiene un olfato agudo y está adiestrado para volver a casa.
En un intento por quitarle hierro al asunto de antes, Emily estira el brazo para cortar una flor.
— Campánula rotundifolia —dice, sosteniendo entre sus dedos el capullo azul violeta en forma de campana.
— Sabemos tú gran pasión por la horticultura, ¿llegaste a consumir drogas?
—No, para nada. No se puede servir a dos realidades simultáneamente. No se puede ser sincero y mentiroso al mismo tiempo; no se puede estar casado y soltero a la vez; y no puede aceptar la realidad superior de una vida espiritual y la revelación divina y en cambio hacer cosas o sostener convicciones que desafían sus principios espirituales.
La luz está cambiando; el aire se vuelve más etéreo; la propiedad parece adusta y melancólica, el único toque de ligereza lo proporciona el verde del jardín que se empecina en armonizar la belleza del lugar.
— Emily ¿quisieras agregar algo más?
— Nadie responde una sola vez a esa pregunta que te has hecho; yo me enfrento muchas veces a ella.
Escucho en su voz una dolorosa nostalgia y, comprendo que es hora dejar a la poeta con su poesía, aquí es donde Emily Dickinson experimenta la totalidad, palabra por palabra, letra por letra.
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