
«But when I am with Maria I love her so that I feel, literally, as though I would die and I never believed in that nor thought that it could happen.
So if your life trades its seventy years for seventy hours I have that value now and I am lucky enough to know it.»1
Ernest Hemingway y Martha Gellhorn se casaron en 1940 en Cheyenne, Wyoming. Él era un escritor mundialmente famoso de 40 años, totalmente alcohólico, y de vida y actitudes desaforadas; ella, una corresponsal de guerra de 32 años sin miedo a nada y con gran sed de aventuras.
Se habían conocido en Cayo Hueso (Key West), Florida en 1936, sentado en el bar Sloppy Joe’s Hemingway bebía y fanfarroneaba, dedicado a su papel de macho alfa, «lomo plateado», el epítome de la virilidad avasallante. Él la vio, le gustó mucho e intentó cortejarla de inmediato, sin importarle vestir ropa y zapatos sucios y estar tan borracho que podía desinfectar bisturíes con su aliento. A ella no le gustó. Nada. Ni un poco. Le pareció un oso, un armario, un macho olvidable más. Luego de que conversaron un poco y él no le creyera que era corresponsal de guerra, ella se fue esa noche con un elegante joven sueco cuyos ojos prometían delicias más exquisitas. Él se quedó con ganas de contar sus lunares y ella lo había olvidado en el primer beso del sueco.
Volvieron a encontrarse en el Hotel Florida, en Madrid, en plena Guerra Civil Española. Ambos cubrían la guerra, y Hemingway no la había olvidado. Huía de su aburrido segundo matrimonio, lanzándose a la violencia y al sexo, y en el Madrid de esos años encontró ambas cosas en abundancia. Hemingway podía ser encantador cuando se lo proponía, y en ese hotel conseguía todo tipo de pequeños privilegios que nadie más tenía. Martha se deja seducir una noche entre la adrenalina de la guerra y el pensamiento de que negarse el sexo es como negarse el pan; un acto de egoísmo contra ella misma -y todo ese pan no le iba a servir en el infierno-, aunque seguía sin gustarle mucho ese Hemingway desaforado, macho alfa y escandaloso. Por el día, cubrían la guerra; por la noche, se entregaban a la pasión.

Martha detestaba muchas cosas de su amante, pero va conociendo un Hemingway que nadie más ve, que vive oculto en su imagen de violento borracho pantagruélico: va notando sensibilidad y vulnerabilidad. Dice que se enamoró de él en el momento exacto en que lo vio llorar. Lo vio llorar, lo vio desesperado, lo vio vulnerable. Nadie más lo vio así nunca, ni sus otras esposas. Ni tan siquiera sus hijos,- salvo quizá Gregory, pero eso es otra historia-. Hemingway se divorció, se casó con Gellhorn (le gustaba llamarla así) y se fue a vivir a Cuba. Le dedicó uno de sus más importantes libros Por Quién Doblan las Campanas y se dedicaron, en Cuba, a escribir todo el día (Hemingway lo hacía de pie en su vieja máquina de escribir), a hacer muchos deportes, que les encantaban a ambos, y a vivir buenamente su amor.
Pero sin la guerra de fondo ya nada es lo mismo: Hemingway bebe en exceso, comienzan las peleas y Gellhorn se aburre de estar en casa. La aventura la llama. Una única vez Hemingway la abofetea durante una discusión; Gellhorn responde estrellando el auto contra un árbol. Impone respeto, ella no es una esposa como otras.
Ella recibe encargos como cronista y corresponsal y se va a cubrir la guerra en Asia, con Hemingway detrás. A él no le gustaba nada Asia Prefería Europa, bullendo en la Segunda Guerra Mundial. Se van cada cual por su lado a vivir la guerra, su guerra. Durante todo el conflicto vivieron juntos intermitentemente y con muchos conflictos. Hemingway trataba de convertirla en una esposa devota, Gellhorn era una brillante corresponsal de guerra antes que nada. No se entienden, es como si hablara cada uno por una frecuencia distinta. Ella reconoce su genio, sus lados más interesantes, pero sabe que él es malo para ella, tóxico.
Hemingway tenía terror de ser abandonado desde que, en su juventud, la enfermera Agnes von Kurowsky lo hiciera. Así que procuraba sabotear su matrimonio, y luego abandonarlas antes de que ellas lo hicieran. En esto Gellhorn también fue distinta: descubrió, junto a su mejor amigo, el fotógrafo Robert Capa, que Hemingway tenía una aventura con otra reportera, Mary Welsh, y lo abandonó de inmediato.
Él se pegó un tiro en 1961, ella se envenenó en 1998. Hay amores que no son capaces de sobrevivir a la paz y a la convivencia, definitivamente.
- De For Whom The Bell Tolls (Por Quien Doblan las Campanas):
“Pero cuando estoy con María la amo tanto que siento, literalmente, que podría morir y nunca creí ni pensé que pudiera pasar algo así.
De modo que si pudiera cambiar setenta años de vida por setenta horas ahora tengo el valor para ello y soy afortunado de saberlo”. ↩︎
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