El Temerario Devenir De Los Libros Escritos En Papel

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El nacimiento del papel se remonta a los comienzos de la historia de la humanidad, cuando la transferencia cultural y del conocimiento de una generación a otra a través del papiro de origen egipcio escribió con símbolos el acontecer de la existencia humana.

Después vino el pergamino, hecho con piel de animal, donde sobre esta nueva creación comenzaron a imprimirse los primeros manuscritos hasta que emergió para quedarse la llegada del papel chino, cuando en el siglo II AC accidentalmente mezclaron los residuos de capullos del gusano de seda con agua, y recién en el siglo XII, los árabes la introducen en Europa hasta la invención de la imprenta en el año 1438 por Juan Gutenberg, donde el periodismo comienza a ser testigo presencial y profesional de la comunicación, y la literatura, yendo al encuentro soñado para narrar.

En la mitad del siglo XX, y ya como un hecho consumado, el papel prensa inicia el desenlace de su extinción, siendo para la actual generación de los menores de cuarenta años la elección de su lectura por vía digital. Sea bienvenida esta tecnología para enriquecer el conocimiento, pero -contradictoriamente y sin premeditación alguna-, el daño colateral pegó el tiro de gracia, sentenciando y ejecutando lo que durante cuatro milenios antes de Cristo, fue testigo irrefutable del paso del tiempo.

Un nuevo fantasma recorre el mundo, un fantasma que está opacando la mística de la lectura en papel. Sería de una gran injusticia poner una mirada escrutadora a la lectura digital como responsable de la ausencia de lectores en formato de papel. Tal vez, esta nueva manera de comunicar el arte sea la única opción que nos queda para preservar nuestra literatura. Los Diarios y libros impresos en papel, herederos legítimos de los ya mencionados papiros, con diferentes vistas editoriales, han incidido con el devenir en hechos que modificaron los rumbos sociales y culturales, y los Estados ausentes, fundamentalmente en Latinoamérica, con evidente chatura estratégica, han dejado a las nuevas generaciones desechos de lo que alguna vez fue el estímulo por la lectura, donde hoy un patético porcentajes de adolescentes no comprende el más mínimo párrafo de un texto.

Esta cultura digital a la que nuevamente insisto en reivindicar en términos del aporte al conocimiento científico, paradójicamente, jamás podrá reemplazar la creatividad de un escritor, de un pintor, o de un compositor, porque lo que nace de la existencia del imaginario -y si prefieren, del alma-, es único e irrepetible, a menos que estemos programando una sociedad posthumana, donde desde los principios de la tragedia griega, pasando por Miguel de Cervantes, Shakespeare, García Lorca, Hemingway, James Joyce, Virginia Wolff, Frida Kahlo, Jorge Luis Borges, Vivaldi…  ¡TODOS ELLOS!, hasta la injusticia imperdonable de los no mencionados, -a quienes ofrezco mis disculpas-, son el límite de mi tolerancia para aceptar mansamente que cualquier artificialidad pretenda, con el más escandaloso plagio encubierto (al menos en lo referente al arte), reemplazar el talento humano por el de un bot que nutrió su «talento lacerante» de las entrañas de nuestros grandes Artistas.

Al finalizar esta columna -que ha dejado en mí un sabor amargo, voy a sentarme en mi sillón preferido-, me serviré una copa de vino argentino, (perdón por el chovinismo insoportable), prenderé un cigarro que me prometí dejar ese día con la frustración de no haber podido una vez más con el recurrente falso juramento, y me lanzaré a leer, El Laberinto de la Soledad, del genial poeta y ensayista mexicano Octavio Paz, y disfrutaré su prosa escrita con el aroma  a tinta de  imprenta, ante la inevitable nostalgia de un veterano lector de la vida.

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