La noche del 10 de noviembre de 1619, René Descartes, que era, a la sazón, un aspirante a filósofo con poco más de veinte años, tuvo un sueño que cambió el curso de su vida, y del pensamiento moderno. Según relató luego, en el sueño se le apareció el Ángel de la Verdad y en medio de un destello luminoso le reveló un secreto que “sentaría los cimientos de un nuevo método de comprensión y de una nueva y maravillosa ciencia”. Aún invadido por la luz de lo que el ángel le dijo, Descartes comenzó a escribir fervorosamente un ambicioso tratado al que tituló Reglas para dirigir la mente. Su objetivo era, nada más y nada menos, describir cómo funciona la mente humana. Para Descartes —que más tarde inventó la geometría analítica—, el modelo para esa tarea se encontraba, sin lugar a dudas, en la matemática: un conjunto de axiomas relacionados en progresión lógica por un número finito de reglas muy simples y sensatas, no menos evidentes que los axiomas. El resultado sería la expansión del saber.
Nunca terminó su tratado; abandonó el proyecto en la regla decimoctava, quizá porque resultó más complicado de lo que supuso. Su biógrafo Baillet, dice al respecto: «Esto le había pasado en otras ocasiones». 1 Sin embargo, Descartes se proponía presentar al público ideas novedosas, y al mismo tiempo, evitar la censura. Debía ser, pues, muy cauto, matizarlas al máximo, pero sin que con ello perdieran fuerza las ideas que expresaba. ¿Qué mejor forma de hacerlo que presentándose así mismo tal como es, con toda la sinceridad que le resulta posible? Tal es el tono de su célebre Discurso del método, al que suele considerarse el documento fundador de la filosofía moderna.
Gregor Sebba, en su ensayo The Dream of Descartes, considera que se pueden leer en el sueño algunos indicios de lo que sería el método de Descartes:
“[…]surgió el reconocimiento de que el progreso científico no podía ir de manera aleatoria y sin un sistema, debía de haber un método a través del cual todas las cuestiones que podían responderse.” 2
Pero un método —en griego methodos—es un camino que uno toma. Sebba lee como el macrotema del sueño justamente la vocación de Descartes y el sendero es tanto el camino que él debía llevar en la vida personal como en su obra, su método.
El proyecto de Descartes fue el primero de numerosos intentos realizados en el mundo moderno para codificar, las leyes del pensar, casi todos siguieron como él, el modelo matemático. En nuestra época, la inteligencia artificial y las ciencias cognitivas son parte de esta misma tradición, unida ahora a la tecnología y centrada en un artefacto: la computadora, que, presuntamente es una encarnación de dichas leyes.
En sus escritos, Descartes nada dijo acerca del papel de los sueños, las revelaciones o la intuición como manantiales del saber. Por el contrario, dedicó toda su atención a los procedimientos lógico – formales que, según él, debían comenzar de cero, partir de una posición radical.
Desgraciada omisión la del padre de la filosofía moderna, señala Theodore Roszak, en el capítulo que le dedica al “Ángel de Descartes” en The Cult of Information. Roszak reflexiona sobre el curioso destino de la ciencia y el pensamiento moderno, puesto que fue fundada por un salto de la razón, por un momento de entusiasmo angelical o, por lo menos, por un modo de pensamiento altamente imaginativo, pero que en su método ha abolido y desconocido tal posibilidad. La filosofía (en este caso estamos hablando también siempre de la ciencia), con su obsesión por los procedimientos lógicos, ha dejado de lado:
“[…]ese aspecto del pensamiento que la hace un arte más que una ciencia, o una tecnología: el momento de inspiración, el misterioso origen de las ideas. No hay duda de que el mismo Descartes tendría dificultades en decirnos por qué puerta de la mente había entrado el ángel a su pensamiento. ¿Puede alguno de nosotros decir de dónde vienen esos destellos intuitivos?” 3
Si alguna regla puede darse para la generación de ideas, tal vez sea, simplemente, la de mantener la mente abierta y receptiva, hospitalaria para lo extraño, lo periférico, lo borroso, lo fugaz, que de otro modo pasaría inadvertido. Aunque no sabemos cómo crea o recibe la mente las ideas, sin ellas, nuestra cultura sería inconcebiblemente mísera. Es difícil imaginar cómo podría funcionar la mente si no contase con las grandes concepciones acerca de la verdad, la bondad, la belleza, que le alumbran el camino.
Desde los días de Descartes, la ciencia creció robusta. Sus métodos fueron debatidos, revisados y perfeccionados al par que se los aplicaban a nuevos campos del saber; los hechos que han permitido descubrir aumentan día a día. Pero rara vez se le acreditó el mérito que le corresponde al ángel que encendió el espíritu de los grandes hombres de ciencia cuya visión fue tan osada como la de Descartes. Sobre todo, nunca lo hicieron los devotos de la informática, al parecer, convencidos de que, al fin habían inventado la “máquina” mental de la que hablaba Bacon (la computadora), capaz de obtener logros equiparables a los del ser humano que le dio origen sin necesidad de inexplicables “revelaciones”.
El abismo tan a menudo abierto por los filósofos, entre el origen de las ideas y los subsiguientes mecanismos mentales, no hace sino reflejar la diferencia entre lo que la mente puede y no puede comprender sobre sí misma. Podemos conectar minuciosamente una idea con otra, comparándolas y cotejándolas sobre la marcha, y trazar así el curso de una secuencia deductiva. No obstante, cuando procuramos ir más allá de esas ideas para captar el recíproco y escurridizo juego de la experiencia, la memoria y la intuición que brotan de la conciencia como un pensamiento íntegro, es probable que el esfuerzo nos deje mareados y confundidos: hemos tratado de leer un mensaje que circuló por nosotros a una velocidad enceguecedora. La creación de ideas es un acto tan espontáneo, casi se diría tan instintivo, que desafía todo afán de capturarlo y analizarlo. No sabemos disminuir lo suficiente la velocidad de la mente como para ver paso a paso el modo en que suceden las cosas. Tal vez, cuando se trata de comprender de dónde saca la mente sus ideas, lo mejor sea decir como Descartes: «Me lo dijo un ángel». ¿Y acaso es necesario ir más allá? La mente es un don de la naturaleza humana. Podemos emplearla, disfrutarla, expandirla y mejorarla, aunque no sepamos explicarla.
El modelo del pensamiento basado en el procesamiento de la información plantea una notable paradoja. Según él, pensar se reduce a combinar datos mediante una serie de procedimientos formales. Pero cuando queremos pensar de esta manera, lo “simple” demuestra ser muy intrincado, como si estuviéramos forzando a la mente a trabajar a contrapelo. Examinemos cualquier acto rutinario común de la vida diaria (un acto mínimo de inteligencia) e intentemos especificar todos sus elementos componentes en una intachable secuencia lógica. Tomar el desayuno, vestirse, ir de compras, son proyectos comunes que han desafiado los intentos de los más hábiles especialistas en ciencia cognitivas por programarlos. O bien una actividad menos ordinaria, menos rutinaria, como la de elegir una profesión, escribir una novela, un poema o una obra de teatro, o, como en el caso de Descartes, el deseo de revolucionar los fundamentos del pensar. En cada uno de estos ejercicios, ante todo, concebimos un proyecto global, totalizador. Tenemos el propósito de concretarlo, y luego trabajamos en el asunto paso a paso, improvisando sobre la marcha una serie incontable de subrutinas que contribuyen a nuestro proyecto. Si algo no funciona o funciona mal, nos amoldamos y modificamos el proyecto, dentro de ciertos márgenes. Tal vez hayan sido mal concebidas, pero son, de cualquier manera, los fines a los que apuntamos, que deben existir antes que los medios. Cuando queremos establecer estos medios, somos perfectamente conscientes de que son cuestiones secundarias. La mejor manera de que uno se desbarranque es que uno se quede rígidamente fijado a esas cuestiones secundarias y pierda la visión del conjunto. En tal caso, nos parecemos al ciempiés del proverbio que, cuando se le pidió que explicase cómo coordinaba el movimiento de todas sus partes, descubrió que estaba paralizado.
Lo que quiero decir es que, tanto en las cosas grandes como en las pequeñas, la mente opera más bien por totalidades, por gestalts, más que por procedimientos algorítmicos. Y ello se debe a que nuestra vida se compone de una cantidad de proyectos ordenados en una jerarquía, algunos de los cuales son reiterativos y triviales, en tanto que otros, son especiales y espectaculares. La mente opera naturalmente como una aguja giratoria que se detiene en ciertos proyectos, escogiéndolos de entre todo lo que estamos haciendo en nuestra vida, optando, evaluando, fijándose metas.
En una época en que estamos poblados de una avanzada tecnología parecería hasta perverso ir en busca de los ideales de las sociedades antiguas o primitivas, que no contaban con muchos otros medios de enseñanza que la transmisión verbal. Empero, tal vez sea preciso un contraste así de rotundo para fomentar una visión adecuadamente crítica acerca del papel de la tecnología en nuestra vida. Tal vez lo que no advertimos es que la tecnología es una poderosa herramienta, muy sagaz, que tiene incorporadas ciertas premisas sobre la índole de la mente y su funcionamiento. Y si esa idea está allí, es porque la han puesto los científicos que dicen comprender qué es la inteligencia y qué es la cognición.
El arte de pensar se apoya en la sorprendente capacidad de la mente para crear más allá de lo que se propone, más allá de lo que prevé. La mente no piensa con datos, sino con ideas cuya creación y elaboración no pueden reducirse a un conjunto de reglas predecibles. Así se despliegan las ideas —sea en forma de palabras, imágenes, números o movimientos corporales—, y nos van abriendo, uno tras otro, los cuartos del mundo, insospechadamente más amplios, de la imaginación.
Si le concedemos a alguien o a algo el poder de enseñarnos cómo pensar, puede ocurrir que a la vez le otorguemos el poder de enseñarnos qué pensar, por dónde empezar a pensar, dónde detenerse.
- Baillet, a. (1691). Vie M. Descartes. Se puede consultar en línea, a través de la BNF. ↩︎
- Sebba, G. (s.f.). The dream of Descartes. Southern Illinois Press, Traducción Aníbal A. Bueño. ↩︎
- Roszak, T. (s.f.). The cult of information. University of California Press, Traducción de Leandro Wolfson. ↩︎
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