Sin apartarse más de un metro sesenta del suelo, con un bigote delgado que, sin embargo, se adueña al instante del interlocutor, Felipe Ballesteros no parece el tipo de hombre que se resigna fácilmente a pasar inadvertido. El generoso volumen que adquiere de pronto su suéter, a la altura del estómago, revela que el cine no yace solitario en el panteón de sus pasiones. Escucharlo y preguntarse cuántos cafés habrán atestiguado sus declamaciones es un encadenamiento natural: cuántas conversaciones interminables sobre política y cine; cuántos sueños, cuántas heroicas gestas amarradas en el suntuoso corsé de las palabras. Pero también, cuántas pequeñas acciones en pos de la transformación de la sociedad de su tiempo.
La melancolía se ha adueñado de la mirada de Felipe y la preocupación de su ceño, al menos en esta mañana de una primavera joven, que parece irreversiblemente resfriada en su relación con el mundo.
La primera flecha que Cupido tenía reservada para Felipe se disparó alguna tarde de esas en que, sentado frente al monitor mirando cine clásico, se encontró por primera vez con Alfred Hitchcock, Ida Lupino, Frank Capra y Michael Curtiz. Sin embargo, su interés por el cine prácticamente despierta junto con la política. El programa brutal durante buena parte de su adolescencia era ir al cine los viernes o sábados a la noche, y después comer pizza y quedarse con sus amigos hasta las tres o cuatro de la mañana: no había mejor cosa en la vida…
A pesar de esa temprana pasión, el mandato decía que el joven Ballesteros tenía que «perder» un año estudiando medicina, «porque como buen hijo de un doctor tenía que ser médico». Después, vinculado con la política, cursó tres años de licenciatura en Economía. Más tarde, Felipe estudió cine y al poco tiempo comenzó a trabajar como asistente de producción y de cámara: así fueron pasando los años.
La historia y la identidad parecen ser los pilares de todas las actividades de este cineasta que pelea por recuperar la memoria. Es por naturaleza muy melancólico y, él también lo comprende así. Sus mejores amigos de la secundaria, el gordo maravilloso a quien le confesaba todas las angustias que tenía, lo marcaron; nunca ha podido reconstruir un vínculo afectivo tan fuerte. Por eso, cree que su película está muy vinculada con aferrarse desesperadamente a algunos valores. Puesto de cara al futuro, el sueño principal de Felipe es cerrar un capítulo con ella.
Se sube las gafas de leer por el puente de la nariz, aparta la guía de papel de la máquina de escribir y relee la última frase que ha escrito:
Esos tipos que podían hacer cine y transmitir una idea al mismo tiempo.
Somero, claro, concreto y las siguientes líneas deben ser igual de directas. Conoce el oficio. Algunas ideas pertinentes al tema del guión, alguna que otra observación acerca de las escenas, y una frase final que lo haga pasar por la puerta de la oficina donde (voilá!) aguarda la próxima sorpresa que impulsará la película.
En algún momento se concentra en la vista de la ventana. Es un día cálido a mediados de abril y el cielo es de un azul esplendoroso. De niño le habría resultado imposible resistir la llamada de un día como este, lleno de arbustos y trepadoras, de colibríes y mariposas revoloteando por las flores tubulares de color naranja. Pero hace tiempo que Felipe ha dejado de ser ese niño, aunque de todas formas quiere despabilarse.
Desde donde está sentado la vista da hacia el jardín, hasta el muro de ladrillos cubierto de musgo y el pequeño cobertizo de madera que señala el límite de su propiedad. Es un jardín tupido, legado de otro dueño, un horticultor que se dedicó a crear en su patio un Jardín de Delicias Terrenales. Bajo el cuidado de Felipe ha crecido a su antojo, pero no por accidente o negligencia. A Felipe le encantan los bosques, prefiere los espacios que desafían la jardinería. Entrelaza los dedos y estira los brazos frente a él. Se levanta. Medio siglo de profesional le ha enseñado que algunos días es mejor dar un paseo.
Felipe se lava las manos en el pequeño lavamanos, se las seca en la toalla y baja por las estrechas escaleras. Sabe qué le está causando dificultades, por supuesto, y no es algo tan sencillo como el aburrimiento. Es poder seguir vinculado al cine; poder resolver su situación laboral, que en este momento es crítica, desde un lugar que no implique renunciar a toda la impresionante experiencia que es hacer una película.
Ballesteros duda en el rellano de la primera planta, pero no se anima a responder a voces. El eco de viejos discursos resuena en sus oídos. Recuerdos remotos despiertan. Un fogonazo le recorre todo el cuerpo, fragmentos de conversaciones afloran, balbuceos, los juegos de memoria a los que se entrega en un intento de poner orden a su pensamiento.
El peluquero de su barrio… Un taller de cerámica… Un proyector de 16 mm arrojando imágenes en blanco y negro…
Qué extraño es haber olvidado lo que ha cenado la noche anterior y en cambio recordarse vívidamente a sí mismo en el garaje de aquella casa, donde alguna vez su mamá intentó llevarlo de chiquito. «Dicen que se vuelve difícil separar el pasado del presente». Entre la cosa clandestina y el hecho de que todos eran tipos mayores, no se animó a decir palabra en el debate. Las frenéticas sensaciones de aquella habitación se ahogan en el sonido del viento…
Un reloj marca la hora. Unas ovejas caminan en rebaño del mismo modo que hombres con boinas y sombreros suben las escaleras a la salida de un subterráneo. Salen a una calle contaminada mientras las chimeneas de una fábrica escupen humo. Los trabajadores ingresan a sus puestos y un hombre con el torso desnudo empuja una gran palanca. El patrón de la fábrica enciende una gran pantalla donde vigila todos los sectores. En una línea de producción aparece el vagabundo Charlot, con dos tenazas en las manos intentando ajustar piezas que van a toda velocidad por una cinta, que claramente, le resulta imposible seguir, retrasando, entorpeciendo la producción en cadena.
Junto a la puerta, Felipe identifica a una figura familiar. Es Charles Chaplin, con su sombrero de bombín, sus pasitos con el talón, el pequeño bigote cuidadosamente recortado y el bastoncito de bambú. Chaplin ocupa un lugar tan prominente en los recuerdos de infancia de Felipe, es una figura tan incrustada en el pasado. Sigue siendo, para él, la gran estrella del cine mudo, el rey del slapstick que conmueve y hace reír y al mismo tiempo visibilizaba los problemas de su tiempo.
Ballesteros es incapaz de mirarlo sin pensar en «Tiempos Modernos». Por aquel entonces los suicidios y las largas e interminables filas eran moneda corriente. Visto ahora, parece una mera curiosidad, un retorno a la Gran Depresión. Los pocos trabajadores que podían conseguir algo laboraban literalmente como parte de la maquinaria que usaban: el estrés y el cansancio físico y mental generaban crisis de nervios y producían el desquicio total de la persona. Mucho cambió desde 1936, aunque la sed de ganancia de las grandes empresas y capitalistas es la misma.
Mientras el viento arrastra despojos silenciosos, Felipe recorre el pasado y proyecta las horas a la historia del barrio, a aquellas relaciones «cortas» que se daban en la calle y, que ahora están siendo reemplazadas por relaciones a distancia y terriblemente impersonales. Aunque le resulta difícil aceptarlo, ha observado el avance de las tecnologías de la comunicación, el espantoso individualismo donde, cada quien con su celular va al supermercado, consulta su cuenta bancaria, trabaja, se comunica con sus amigos, consigue novia…
Para él, la trama, el guión burlesco y trágico de esa película vieja factura, continúa informando de la propia realidad. Es cuestión de dejar pensarlo de forma individual, anecdótica y empezar a cuestionar, como hace 80 años lo hiciera Chaplin y tantos otros desde el arte, la forma de dar vuelta todo. Y que no lo despierten del sueño de esa dura poesía que hacía reír. En todo caso, decide, es un cazador de utopías.
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